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¿UNA CALLE CON EL NOMBRE DE
UN PERRO?
Canelo - La Triste Historia de un Perro Triste.
En la trimilenaria ciudad de Cádiz, un animal escribió con letras de constancia
y pulso de lealtad, una de las más hermosas páginas que la humanidad recuerde.
Lo
llamaron "El perro de Cádiz" y "El perro de todos". Incluso, alguien lo definió
como canis viator gardirense, es decir, "perro callejero gaditano".
Este can tiene calle propia. El Ayuntamiento, gracias al empuje de AGADEN
(Asociación Gaditana para la Defensa de la Vida y el Estudio de la Naturaleza) y
del pueblo entero, le dio su nombre a la vía peatonal adyacente al Hospital
Puerta del Mar, donde el chucho pasó sus últimos años.
En la citada calle se instaló una rememorativa placa de bronce
-obra de la escultora Presentación Navarro-, en la que se lo ve echado, en
inequívoca postura de espera.
Esta historia empezó a rodar al final de la penúltima década del siglo XX, y
cuenta con dos protagonistas; un vagabundo doblegado por el padecimiento, y un
perro de conducta mansa y silente andar. Para el mendigo su perro lo era todo;
amor, amistad, y coraza contra el virulento soplo de la soledad. Y para el perro
su dueño significaba
el lenguaje pleno reducido a dos palabras; un amigo. Las calles gaditanas los
vieron pasar enhebrando paseos y alegrías; el hombre vigilando su can con la
amplitud de su
cariño, y el can husmeando en cada rincón, y enredándose en breves carreras con
oponentes imaginarios.
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El indigente, una persona de salud quebrantada, albergaba en su interior un
desagradable invasor; una enfermedad renal que le exigía someterse a diálisis
cada semana. El
perro, cual sombra asociada, iba con él hasta la entrada del Hospital Puerta del
Mar.
Aquella mañana el mendigo se despidió de su mascota:
-Espérame aquí, compañero.
Y el "compañero", como siempre, se quedó allí; firme.
Pero ese día la dolencia derivó en gravedad, y el paciente fue ingresado de
urgencia. Mientras tanto, el chucho calmamente aguardaba al amigo.
Y se produjo lo inevitable, ¡la muerte llegó sin preámbulos y al enfermo le
firmó el fin de su existencia!
El perro desconocía que el amor y las caricias nunca más tornarían.
Por la puerta que enmarcaba el regreso, el amigo no salió. Tal vez la muerte, en
un gesto bondadoso, le dio otro camino a la retirada, librando al animal del
trauma de la separación.
.
Las horas fueron cayendo en el depósito del tiempo, y el portento del
reencuentro se resistía a mostrar su rostro amable. En la memoria del can
resonaba la frase que marcaría el comienzo de su desamparo: "Espérame aquí,
compañero".
Y ahí se mantenía, repasando con mirar prolijo las figuras de quienes abandonaban el centro sanitario.
Las jornadas pasaron y las preguntas corrieron rumbo al
entendimiento de Cádiz; ¿qué hacía ese perro en la puerta del hospital? ¿Por qué
sus ojos siempre estaban
clavados en la entrada? ¿Por qué volvía cuándo lo espantaban? La búsqueda de
respuestas fue abonando la curiosidad popular. Empero, pronto la verdad destapó
la razón
del extraño comportamiento; el perro aguardaba a su dueño, y su dueño había
muerto al otro lado de la puerta.
Rápidamente el drama del animal empezó a hallar cobijo en todas las
conversaciones, y se referían a él por el apelativo de Canelo, el color de su
pelo. Y Canelo poco a poco se fue convirtiendo en la personificación de la
lealtad.
El personal del hospital, los vecinos, y los taxistas con parada en el lugar,
acoplaron el esmero al respeto, y lo atendieron en sus necesidades. Mas, por
timidez o por un reflejo de cortesía el chucho rechazaba el agua y la comida. No
obstante, en el momento que la debilidad se impuso, la merma de fuerzas le
aconsejó aceptar las invitaciones. Comía y bebía con gesto humilde y miradas
agradecidas, meneando la cola en réplica a las caricias que le daban.
Muchos quisieron adoptarlo, pero en Canelo la determinación lucía un único tono;
la fidelidad. Y la fidelidad lo estancaba en señera actitud, y con a imagen del
amigo refugiada en su memoria; deseando verlo aparecer con la sangre renovada,
enarbolando una sonrisa, y trayendo en las manos el contacto que premiaría la
espera.
Los días transcurrieron conformando meses, los meses al
agruparse formaron años, y los años agigantaron su desdicha en la emoción de la
gente. Pero él aguantaba, ungido de firmeza, inaccesible al desaliento, y con la
intemperie como abrigo.
Las crónicas de entonces registran: "Desde Estados Unidos llegó una caseta de
can para que fuera su vivienda, pero las ordenanzas municipales prohibían su
instalación a las puertas del hospital". Canelo ni se inmutó por la rigidez del
Ayuntamiento, y continuó siendo lo que siempre había sido; un "sin techo".
La triste historia de este perro triste obtuvo resonancia nacional e
internacional. De él se ocuparon numerosos medios de comunicación, y apareció en
los noticieros de todo el mundo. La BBC le dedicó un documental tierno y
conmovedor.
Una mañana, Canelo sintió que algo en forma de redondel
silbaba sobre su cabeza, y antes que el instinto lo catapultara al salto de la
fuga, la cuerda aterrizó en su cuerpo y un tirón apretó el nudo del rigor
cortándole la respiración. Quedó con las patas abanicando el aire, haciendo de
la impotencia el cepo de su desesperación. Los laceros lo llevaron a la perrera.
Sin una queja, Canelo integró su mansedumbre en los ladridos de los otros
ocupantes del lugar -verdadero corredor de la muerte para los animales sin
hogar-. ¿Qué había ocurrido? Pues, que un caballero presentó una denuncia,
quejándose de la permisividad otorgada al can tan cerca del acceso al hospital,
sin contemplar el riesgo para la salud pública.
La reacción no tardó en emerger; los gaditanos, con AGADEN al frente, se aunaron
en el grito y arremetieron contra las autoridades municipales. El empeño popular
obró el prodigio de la rectificación. El Ayuntamiento decidió poner en la
liberación una vertiente de simpatía, y lo convirtió en "perro indultado"
(privando así a la perrera de su huésped más ilustre). La presión del pueblo
salvó a Canelo del "aislamiento preventivo" y de la guadaña sanitaria.
AGADEN se hizo cargo de él, y tras vacunarlo y desparasitarlo, le arregló la
documentación a fin de que dejara de ser un "sin papeles". Y nuevamente hubo
personas que intentaron adoptarlo. Intentos baldíos, ya que se escapaba y volvía
al sitio; a la atalaya de la expectativa. A él le constaba que su amigo entró
por ahí y por ahí tendría que salir.
El 9 de diciembre de 2002, días antes que el nuevo año desembarcara con sus
campanadas, brindis y alegría, Canelo, ahogado por la espera, cruzó una calle en
pos de un respiro, y la muerte vino a su encuentro montada en el ímpetu
motorizado. En las inmediaciones del Hotel Playa Victoria, el descuido de un
conductor lo descabalgó de la vida. El desaprensivo, al amparo de los reflejos
de la chapa de su automóvil, huyó a ocultarse entre los pliegues del anonimato.
Canelo acabó tumbado, vencido; sintiendo los pulmones en fase decreciente, y
maquillando el rostro del asfalto con su sangre generosa.
La noticia ¡estremeció la ciudad! ¡La mudez se apoderó de las gargantas! Los
niños mordieron sus risas, la actividad arrió banderas, la ambición detuvo los
vaivenes, y el pueblo buscó en los corazones una lágrima de consuelo. En la
atmósfera se palpaba el desgarro del silencio. A los ojos de Cádiz subió la
tristeza, y el pesar congeló todos los gestos; el perro más querido se había
marchado a los puertos del adiós.
Así concluyeron doce años de inútil espera. Doce años consumidos palmo a palmo,
minuto a minuto, mirada a mirada; ensamblando luces y sombras, fríos y calores,
céfiros y tormentas. Canelo, al morir, su postrer pensamiento viajó hasta el
añorado amigo, llevándose cual regalo de despedida, el recuerdo del arrullo de
sus palabras, la tibieza de su mano cariñosa, y el tintineo de su sonrisa.
La vida de Canelo se escurrió por la estela dibujada con su lealtad, pero nos
dejó lo único que nos podía dejar; un inolvidable mensaje de amor. El olvido no
ha borrado su huella. Su infelicidad permanece engarzada a la memoria de
aquellos que lo amaron. Gente que tránsida de emoción, al pie de la placa
estampó esta leyenda: "A Canelo, que durante 12 años esperó a las puertas del
hospital a su amo fallecido. El pueblo de Cádiz como homenaje a su fidelidad.
-Mayo de 2003".
Este modesto animal, ergo haber vivido en estado de abandono, pasó a ser la musa
de una pléyade de artistas, saltanto de las bellas artes a la música, y de la
música a las letras. Miguel Torres López lo incluyó en su novela "Los que
esperan". Pépin Muriel le dedicó el libro infantil "El perro Canelo". El poeta
Juan Pablo le hizo un poema "A Canelo", al que pertenecen estos versos: "Te
encuentro siempre triste y abatido, pero atento adonde tu mirada alcanza, porque
aún no has perdido la esperanza, ni aceptas que tu amo se haya ido".
Si los deseos tienen alas, mis pensamientos vuelan hacia ese recodo de la
esperanza, donde seguramente están Canelo y su dueño; unidos para siempre en el
abrazo que la felicidad concede a las almas puras.
Ricardo Muñoz José
Reminiscencia elaborada con la historia y las imágenes tomadas de Internet.
http://linde5-otroenfoque.blogspot.com/2008/10/blog-post_05.html